Por Joseph Brodsky
En conjunto, los libros son menos finitos que nosotros. Incluso los peores
de ellos duran más que sus autores, principalmente porque ocupan una cantidad
menor de espacio físico que quienes los escribieron. A menudo permanecen en los
estantes absorbiendo polvo mucho después de que el propio escritor se ha
convertido en un puñado de polvo.
Así, mientras manipulamos estos objetos rectangulares -en octavo, en cuarto, en duodécimo, etc.- no estaríamos terriblemente equivocados si asumiéramos que estamos tocando con nuestras manos, por así decirlo, las urnas reales o potenciales con nuestras cenizas de regreso. Al fin de cuentas, lo que se incluye en la escritura de un libro -ya sea novela, tratado filosófico, colección de poemas, biografía o relato policiaco- es, en últimas, la única vida de un hombre: buena o mala pero siempre finita. Quienquiera que dijo que filosofar es un ejercicio en morir tenía razón en más de un sentido, ya que por escribir un libro nadie se vuelve más joven.
Ni tampoco se vuelve más joven por leerlo. Por ello, deberíamos tener una preferencia natural por los libros buenos. La paradoja, sin embargo, reside en el hecho de que en literatura, como en casi todo, "bueno" no es una categoría autónoma: se define por contraposición a "malo". Más aún, para escribir un buen libro un escritor debe leer gran cantidad de basura, de lo contrario no podría desarrollar los criterios necesarios. Como todos estamos moribundos y como leer libros lleva tiempo, debemos arbitrar un sistema que nos permita una apariencia de economía. Al final, leemos no por leer sino para aprender. De ahí la necesidad de concisión, de condensación, de fusión, de obras que evidencien el predicamento humano con toda su diversidad, bajo una luz más vívida; en otras palabras, la necesidad de un atajo. De ahí también -como subproducto de nuestra sospecha de que tales atajos existen (y existen, pero sobre eso más adelante)- la necesidad de una brújula en el océano de la materia impresa disponible.
El papel de esa brújula lo desempeñan, por supuesto, la crítica literaria, los comentaristas. Por desgracia, la aguja oscila locamente. Lo que para unos es norte, para otros es sur (Suramérica, para ser más preciso); lo mismo sucede, y en mayor grado todavía, con oriente y occidente. El problema con el crítico es (como mínimo) triple: a) puede ser un escritorzuelo tan ignorante como nosotros; b) puede tener fuerte predilección por cierto tipo de escritura o sencillamente acomodarse a la industria editorial, y c) si es un escritor de talento convertirá sus críticas en una forma de arte independiente -Jorge Luis Borges viene a cuento-, y uno puede acabar leyendo los comentarios más que los propios libros.
En todo caso, nos encontramos a la deriva en medio del océano, con páginas y páginas flotando en todas las direcciones, aferrados a una balsa cuya capacidad de flotación no es segura. La alternativa, por consiguiente, sería desarrollar nuestro propio gusto, fabricar nuestra propia brújula, familiarizarnos, por así decirlo, con estrellas y constelaciones particulares: opacas o brillantes pero siempre remotas. Esto, sin embargo, requiere montones de tiempo, y bien podría uno encontrarse viejo y gris buscando la salida con un infecto volumen bajo el brazo.
La manera de desarrollar buen gusto en literatura es leer poesía. Si
piensan que estoy hablando por partidismo profesional, que estoy tratando de
defender los intereses de mi gremio, están equivocados: no soy sindicalista. La
clave consiste en que siendo la forma suprema de la locución humana, la poesía
no es sólo la más concisa, la más condensada manera de transmitir la
experiencia humana; ofrece también los criterios más elevados posibles para
cualquier operación lingüística, especialmente sobre papel.
Mientras más poesía lee uno, menos tolerante se vuelve a cualquier forma de verbosidad, ya sea en el discurso político o filosófico, en historia, estudios sociales o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, rapidez e intensidad lacónica de la dicción poética. Hija del epitafio y del epigrama, concebida al parecer como un atajo hacia cualquier tema concebible, la poesía impone una gran disciplina a la prosa. Le enseña no sólo el valor de cada palabra sino también los patrones mentales mercuriales de la especie, alternativas a una composición lineal, la destreza de evitar lo evidente, el énfasis en el detalle, la técnica del anticlímax. Sobre todo, la poesía desarrolla en la prosa ese apetito por la metafísica que distingue a una obra de arte de las meras belleslettres. Hay que admitir, sin embargo, que en este aspecto particular la prosa ha demostrado ser una discípula más bien perezosa.
Por favor, no me interpreten mal. No estoy tratando de desacreditar la prosa. La verdad del asunto es que la poesía es sencillamente más antigua que la prosa y por lo tanto ha cubierto una mayor distancia. La literatura empezó con la poesía, con el canto de un nómade que antecedió a los garrapateos del colonizador. Todo cuanto tiene que hacer es proveerse por un par de meses con obras de poetas de su lengua natal, preferiblemente de la primera mitad de este siglo. Supongo que acabará con una docena de libros delgados, y al terminar el verano estará en gran forma.
Si su lengua madre es el inglés, le recomendaría a Robert Frost, Thomas Hardy, W. B. Yeats, T. S. Eliot, W. H. Auden, Marianne Moore y Elizabeth Bishop. Si el alemán, Rainer Maria Rilke, Georg Trakl,Peter Huchel y Gottfried Benn. Si es el español, Antonio Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz bastarán. Si es francés, entonces por supuesto Guillaume Apollinaire, Jules Supervielle, Pierre Reverdy, Blaise Cendrars, algo de Paul Eluard, un poquito de Aragon, Victor Segaleny Henri Michaux. Si es griego, debería leer a Constantino Cavafis, Georgio Seferis, Yannis Ritsos.
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